En la época de Jesús, no había nadie más odiado que los recaudadores de impuestos (también conocidos como publicanos). A diferencia de un recaudador de impuestos de hoy en día, los publicanos eran considerados traidores. Engañaban, robaban y extorsionaban a la gente para llenar sus bolsillos y la tesorería de algún ocupante extranjero.
Es fácil ver por qué no recibían muchas invitaciones a cenar.
Por eso la gente se quedó boquiabierta cuando Jesús se invitó a sí mismo a la casa de un publicano: un hombre llamado Zaqueo. Nadie estaba más sorprendido que el propio Zaqueo. Había querido conocer a Jesús, pero había asumido que no tendría la oportunidad. Y, sin embargo, allí se encontraban, compartiendo una comida y, al terminarla, Zaqueo se reconcilió con su comunidad dando la mitad de su dinero a los pobres y pagando cuatro veces lo que les había robado.
Y aún más sorprendente que esa cena fue cuando Jesús invitó a un publicano a su círculo íntimo de amigos… al caminar directamente al despacho de este recaudador de impuestos. El hombre en el despacho, Mateo, pasaría su vida difundiendo el mensaje del amor extraordinario de Jesús… el mismo amor del que todavía seguimos hablando hoy en día.
Sí, Jesús amaba a los recaudadores de impuestos. Amaba a los marginados. Amaba a los odiados. Los amaba tanto a todos que los buscaba —sorprendiéndolos no solo a ellos, sino a todas las personas—. Su amor cambió a la gente de maneras inesperadas.
Lo que nos hace preguntarnos: ¿A quién podemos sorprender con nuestro amor hoy? ¿Y qué cosas sorprendentes podrían salir de ello?