Jesús no era ajeno a la alegría. Asistía a bodas. Compartía comidas amenas con sus amigos. Bebía con ellos. Se divertía tanto y actuaba tan libremente en la mesa que los líderes religiosos estirados lo llamaban glotón y borracho. Jesús era alegre. Pero, ¿qué significa eso?
En estos días es muy fácil mezclar alegría con felicidad, pero Jesús casi nunca usaba la palabra felicidad (o al menos el equivalente arameo) y con frecuencia usaba la palabra que traducimos como alegría. ¿Esa palabra? En griego, es chara y significa un sentimiento de alegría interior, deleite o regocijo. Verás, la alegría de la que Jesús hablaba y que vivía no depende de las circunstancias ni es un sentimiento reaccionario —es una emoción duradera, una seguridad profundamente arraigada y una forma de vida—.
Eso le da una perspectiva diferente a la imagen de Jesús comiendo y bebiendo con amigos y extraños. No era la comida, la bebida ni la compañía lo que le traía alegría a Jesús —él ya la tenía—. En realidad, es al revés. Era su alegría lo que le daba la libertad de pasar tiempo con personas que otros pensaban que eran turbias. Era su alegría lo que le permitía ser desinhibido en su búsqueda de compasión. Era su alegría lo que le permitía dejar a un lado la preocupación por su reputación mientras vivía la vida al máximo. Y fue esa misma alegría, esa emoción profundamente arraigada que funciona de adentro hacia afuera, lo que le permitió perdonar a sus captores en la cruz.
En las buenas y en las malas, Jesús era alegre y quería lo mismo para quienes lo escucharan. Durante la última cena con sus discípulos, Jesús compartió mucha sabiduría. Después de haber compartido una buena parte, se aseguró de explicar que lo estaba compartiendo todo «para que tengan mi alegría y así su alegría sea completa». Y luego, sin pausar, continuó: «Y este es mi mandamiento: que se amen los unos a los otros, como yo los he amado». Si estás buscando el secreto de la alegría de Jesús, intenta comenzar por allí. Él sabía lo que estaba haciendo.