Al escuchar al mundo a nuestro alrededor, no pudimos evitar llegar a la conclusión de que el volumen aumenta día tras días. Si escuchas las noticias, oyes voces y opiniones cada vez más fuertes y desacuerdos más severos. Si te desplazas por tus redes sociales, ves argumentos en la sección de comentarios de las publicaciones más benévolas. Todos quieren ser escuchados y, colectivamente, pareciera que vamos a extremos cada vez más grandes para ser la única voz lo suficientemente fuerte como para ser distinguida por sobre el estruendo.
Pero a medida que íbamos escuchando, notamos que la mayoría de lo que se amplifica (la mayoría de las cosas lo suficientemente fuertes como para ser escuchadas) está plagada de odio, ira y descontento. Y cuando el odio se amplifica, muy a menudo, intentamos ahogarlo con un odio todavía más intenso desde una perspectiva diferente. Es un ciclo vicioso y uno con el que Jesús lidió hace dos mil años.
Dondequiera que iba, se encontraba con opiniones disidentes, preguntas comprometedoras y odio dirigido. La gente estaba constantemente intentando silenciarlo, descreditarlo o apropiarse de su plataforma para amplificar sus propias voces. Debió haber sido exasperante, pero Jesús no dio su brazo a torcer ni contribuyó al ruido. Jesús usó su voz, pero no gritó. No solo se mantuvo en el camino de predicar paciencia, desinterés y amor, sino que, más importante aún, también los demostró. Respondió al creciente volumen del odio con actos de amor silenciosos y deliberados. Y el resultado es evidente en el hecho de que todavía seguimos hablando de ello dos mil años después: su amor era mucho más intenso y todavía lo es.