Existe este pasaje que nos hace pensar. Ya sea que leas o no la Biblia, seguramente lo conoces. «No juzgues o serás juzgado». Mateo 7:1. Jesús dice esto casi al final de uno de sus sermones más famosos. Estaba reprendiendo la hipocresía de señalar las faltas de otros cuando todos tenemos nuestras propias faltas que componer.
La verdad, tenemos que juzgar a otros casi todos los días. Cuando aplicamos a un empleo, por ejemplo, ¿quiero trabajar para esta persona? Cuando conozco a alguien que me atrae, ¿le invito a salir? Cuando necesito sincerarme con alguien, ¿en quién confío como amigo? Simplemente al pasar un par de minutos en Internet, nos damos cuenta de que el mundo está basado en reseñas. Desde doctores hasta hoteles y desde restaurantes hasta paseadores de perros, muchos negocios sobreviven o no por el número de estrellas junto a su nombre.
Una evaluación honesta, sin embargo, es diferente a los prejuicios sobre los que Jesús hablaba. Los prejuicios a los que él se refiere vienen de otro lado. Vienen de nuestro ego. A menudo buscamos ponernos en alto a nosotros mismos menospreciando a alguien más. O tratamos de justificar nuestra propia mala conducta etiquetando como peor la de alguien más. A veces, los sesgos y rencores afectan la manera en que vemos y tratamos a los demás.
Con eso en mente, Jesús nos pidió que dejáramos de buscar los defectos en los demás y que viéramos dentro de nosotros mismos y examináramos profundamente nuestros corazones y motivos. No es algo cómodo de hacer. Pero he aquí por qué es tan importante hacerlo. Jesús sabía que al enforcarnos en nuestras propias faltas y debilidades, podríamos volvernos más empáticos hacia los demás. Reconoceríamos que, al igual que nosotros, cada persona tiene sus retos y luchas con las que nos podemos relacionar. Y así es como el amor radical de Jesús es demostrado hoy en día. Al reconocer nuestros propios defectos, podemos todos volvernos un poco más compasivos, un poco más pacientes y un poco más amorosos los unos con los otros.